Sobre algunas formas de imperfección en el arte, de Umberto Eco

Esta es una versión abreviada de Sobre algunas formas de imperfección en el arte, de Umberto Eco, como apareció traducida en la antología A hombros de gigantes y editada en The Paris Review. La he pirateado aquí por amor al arte (el arte del pirateo).

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El conde de Montecristo es una de las novelas más apasionantes que se han escrito y a la vez una de las novelas peor escritas de todos los tiempos y de todas las literaturas. El Montecristo hace agua por todas partes. Sin ningún reparo en repetir el mismo adjetivo que aparece una línea más arriba, incontinente a la hora de acumular esos mismos adjetivos, capaz de abrir una divagación sentenciosa sin conseguir acabarla nunca porque la sintaxis no resiste, y así avanzando y resoplando a lo largo de veinte líneas, diseña mecánicamente y con torpeza los sentimientos: sus personajes o se agitan, o palidecen, o se secan gruesas gotas de sudor que bañan su frente, balbucen con una voz que ya no tiene nada de humano, se levantan convulsamente de la silla y se dejan caer de nuevo en ella, mientras el autor se apresura en repetirnos obsesivamente que la silla en la que se han dejado caer es la misma en la que estaban sentados un segundo antes.

Sabemos muy bien por qué Dumas hacía esto. No porque no supiese escribir. Los tres mosqueteros es más conciso, rápido, en detrimento tal vez de la psicología, pero avanza que da gusto. Dumas escribía así por razones económicas; le pagaban por línea escrita y, por lo tanto, tenía que alargarlas al máximo. Por no hablar de la exigencia —común a todas las novelas por entregas, entre otras cosas para recuperar en cada entrega a los lectores despistados— de repetir obsesivamente lo ya sabido, de modo que un personaje cuenta un suceso en la página 100 y en la página 105 habla con otro personaje y le repite exactamente la misma historia: véase en los tres primeros capítulos cuántas veces Edmond Dantès explica a todo el que se le ponga por delante que va a casarse y es feliz; catorce años en el Château d’If aún me parecen pocos para semejante pelmazo.

Hace años, a petición de Einaudi, acepté traducir El conde de Montecristo. La idea me fascinaba: coger una novela, cuya estructura narrativa admiraba y cuyo estilo me horripilaba, e intentar restituir esa estructura con un estilo más rápido, ágil, aunque (por supuesto) sin «reescribir», sino aligerando el texto cuando era inútilmente redundante, y ahorrándole así (al editor y al lector) unos centenares de páginas.

¿No escribía Dumas a un tanto por línea? Pues bien, si le hubiesen pagado un sobresueldo por cada palabra ahorrada, ¿no habría sido el primero en autorizar cortes y elipsis?

Veamos un ejemplo. El texto original dice:

Danglars […] arrachait machinalement, et l’une après l’autre, les fleurs d’un magnifique oranger; quand il eut fini avec l’oranger, il s’adressa à un cactus, mais alors le cactus, d’un caractère moins facile que l’oranger, le piqua outrageusement.

La traducción literal sería:

Danglars arrancaba maquinalmente y una a una las flores de un magnífico naranjo; cuando concluyó con el naranjo, se dirigió a un cactus, pero entonces el carácter menos fácil del cactus le picó ultrajantemente.

La traducción, sin perder ni un ápice del honesto sarcasmo que permea el fragmento, podría muy bien ser así:

Arrancaba maquinalmente, una a una, las flores de un magnífico naranjo; cuando concluyó, se dirigió a un cactus, que, de carácter menos fácil, le picó ultrajantemente.

Son veintiséis palabras frente a las cuarenta y dos francesas. Más del veinticinco por ciento de ahorro.

O bien cuando dice «como para rogarle que le sacara del embarazo en que se encontraba», es obvio que el embarazo del que uno quiere ser sacado es aquel en el que se encuentra, y no otro, por lo que basta decir «como para rogarle que le sacara del embarazo». Ocho palabras frente a las trece francesas.

Intenté hacer esto en unas cien páginas, pero luego me detuve porque me pregunté si la ampulosidad, el descuido y las redundancias no formaban parte de la narración. ¿Nos gustaría tanto el Montecristo si no lo hubiésemos leído por primera vez en sus traducciones decimonónicas?

Volvamos a la afirmación inicial. El Montecristo es una de las novelas más apasionantes que jamás se han escrito. De un solo golpe (o con una ráfaga de golpes, con un bombardeo de largo alcance) consigue incluir en una misma novela tres situaciones arquetípicas capaces de remover las entrañas al más desalmado: la inocencia traicionada, la adquisición por parte de la víctima perseguida, gracias a un golpe de suerte, de una inmensa fortuna que lo sitúa por encima del común de los mortales y, por último, la estrategia de una venganza en la que mueren personajes que la novela se ha esforzado desesperadamente por hacer odiosos más allá de los límites de lo razonable.

Sobre esta trama desfila la representación de la sociedad francesa de los Cien Días y de la monarquía de Luis Felipe, con sus dandis, sus banqueros, sus magistrados corruptos, sus adúlteras, sus contratos matrimoniales, sus sesiones parlamentarias, las relaciones internacionales, los complots de Estado, el telégrafo óptico, las cartas de crédito, los cálculos avaros e indecentes de intereses compuestos y de dividendos, las tasas de descuento, las divisas y los canjes, las comidas, los bailes y los funerales. Y sobre todo esto reina el topos principal del feuilleton, el superhombre, aunque, a diferencia de todos los otros artesanos que han intentado este clásico de la novela popular, Dumas pretende hacer a trompicones un inconexo examen psicológico del personaje, y nos lo muestra escindido entre el vértigo de la omnipotencia (derivada del dinero y del conocimiento) y el terror de su privilegiado papel, atormentado por la duda y tranquilizado por la conciencia de que su omnipotencia nace del sufrimiento. De ahí que, como nuevo arquetipo que se vivifica en los otros, el conde de Montecristo (poder de los nombres) es también un Cristo, adecuadamente diabólico, que desciende a la tumba del Château d’If, víctima sacrificial de la maldad humana, y sale de ella para juzgar a los vivos y a los muertos, con el fulgor del tesoro redescubierto que había permanecido oculto durante siglos, sin olvidar nunca que es hijo del hombre. Podemos estar hastiados, ser críticos expertos y saber mucho de trampas intertextuales, pero nos quedamos prendidos en el juego, como en el melodrama verdiano. Mélo y Kitsch, por la falta de mesura, rozan lo sublime, y la falta de mesura se transforma en genio.

Redundancia, por supuesto, a cada momento. Pero ¿podríamos disfrutar de las revelaciones, las agniciones en cadena por medio de las que Edmond Dantès se revela a sus enemigos (y nosotros temblamos cada vez, pese a saberlo todo) si no intervinieran, precisamente como artificio literario, la redundancia y la angustiosa demora que precede al golpe de efecto?

Si el Montecristo se resumiera, si la condena, la fuga, el descubrimiento del tesoro, la reaparición en París, la venganza, o más bien las venganzas en cadena, ocurrieran en doscientas o trescientas páginas, ¿seguiría la obra produciendo el mismo efecto, conseguiría arrastrarnos hasta donde, ansiosos, saltamos páginas y descripciones (las saltamos, pero sabemos que están ahí, aceleramos subjetivamente pero sabiendo que el tiempo narrativo está objetivamente dilatado)? Descubrimos así que las horribles intemperancias estilísticas son «cuñas», en efecto, pero las cuñas tienen un valor estructural, como las barras de grafito en los reactores nucleares, ralentizan el ritmo para que nuestras expectativas sean más angustiosas, nuestras predicciones, más arriesgadas. La novela de Dumas es una máquina de producir agonía, y no importa la calidad de los jadeos, lo que cuenta es su tiempo dilatado.

El Montecristo es sumamente criticable desde el punto de vista del estilo literario e incluso desde el punto de vista de la estética; pero es que el Montecristo no pretende ser arte, tiene una intención mitopoiética, quiere crear un mito. Edipo o Medea eran personajes míticos terroríficos antes de que Sófocles o Eurípides los transformaran en arte, y Freud habría podido hablar de complejo de Edipo, aunque Sófocles no hubiera escrito nunca, siempre que el mito le llegara por otras fuentes, tal vez narrado por Dumas o por alguien peor que él. De modo que la mitopoiesis crea culto y veneración precisamente porque se permite lo que la estética consideraría imperfecciones.

De hecho, muchas de las obras que consideramos de culto lo son porque están básicamente desquiciadas.

Para transformar una obra en un objeto de culto hay que ser capaces de desmembrarla, desarmarla, desencajarla para recordar solo partes de ella, prescindiendo de su relación original con el todo. En el caso de un libro, es posible desarmarlo, por así decir, físicamente, reduciéndolo a una serie de extractos. Y por eso un libro puede dar vida a un fenómeno de culto, aunque sea una obra maestra, sobre todo si es una obra maestra compleja. Véase la Divina Comedia, que da lugar a muchos trivia games, o criptografías dantescas, donde lo que cuenta para el fiel es recordar algunos versos memorables, sin plantearse el problema del poema como un todo. Esto significa que, incluso una obra maestra, cuando penetra obsesivamente en la memoria colectiva, puede ser desquiciable. En otros casos, en cambio, se convierte en objeto de culto porque ya está fundamentalmente, radicalmente desquiciada. Esto se da más con una película que con un libro. Para originar un culto, una película ya ha de estar desvencijada, cojeando e inconexa de por sí. Una película completa, puesto que no podemos volver a verla a voluntad desde el punto que preferimos, como sucede con un libro, permanece impresa en nuestra memoria como un todo, en la forma de una idea o de una emoción principal; solo una película desvencijada sobrevive en una serie inconexa de imágenes y picos visuales. Debe mostrar no una idea central, sino muchas. No ha de revelar una «filosofía de la composición» coherente, sino que ha de vivir de, y en virtud de, su magnífica inestabilidad.

Y, de hecho, parece que la enfática Río Bravo es una cult movie y, en cambio, la perfecta La diligencia, no.

«¿Son los cañones o los latidos de mi corazón?» Cada vez que se proyecta Casablanca, al llegar a esta secuencia el público reacciona con un entusiasmo más propio de un partido de fútbol. A veces basta una palabra: los fanes se exaltan cada vez que Bogey dice «kid». Muchas veces los espectadores citan las frases canónicas antes de que los actores las pronuncien.

Según los cánones estéticos tradicionales, Casablanca no es o no debería ser una obra de arte, si consideramos obras de arte las películas de Dreyer, Eisenstein o Antonioni. Desde el punto de vista de la coherencia formal, Casablanca es un producto estético muy modesto. Es una mezcolanza de escenas sensacionales ensambladas de una manera poco plausible, los personajes son psicológicamente improbables y los actores recitan de forma precipitada. Pese a todo esto, es un gran ejemplo de discurso cinematográfico y se ha convertido en una cult movie.

«¿Puedo contarte una historia?», pregunta Ilsa. Luego añade: «Todavía no sé el final». Rick dice: «Adelante, cuéntame. Tal vez, contándola, saldrá el final».

El comentario de Rick es una especie de epítome de Casablanca. Según Ingrid Bergman, la película se iba construyendo a medida que se rodaba. Hasta el último momento, ni siquiera Michael Curtiz sabía si Ilsa se iría con Rick o con Victor, y las misteriosas sonrisas de Ingrid Bergman se deben al hecho de que, mientras se filmaba la película, aún no sabía a cuál de los dos hombres amaba realmente.

Esto explica por qué, en la historia, ella no elige su destino. Es el destino el que, por medio de una multitud de guionistas desesperados, la elige a ella.

Cuando no se sabe cómo desarrollar una historia, se recurre a situaciones estereotipadas que, por lo menos, se sabe que han funcionado en otras narraciones. Veamos un ejemplo marginal pero significativo. Cada vez que László pide algo de beber (y ocurre cuatro veces), su elección es diferente: 1) Cointreau; 2) un cóctel; 3) coñac; 4) whisky (en una ocasión, bebe champán, pero sin pedirlo). ¿Cómo un hombre de carácter ascético manifiesta tal incoherencia en sus hábitos alcohólicos? No hay ninguna justificación psicológica. Mi opinión es que, en cada ocasión, Curtiz se estaba remitiendo simplemente, e inconscientemente, a situaciones similares de otras películas, en un intento de proporcionar una gama razonablemente completa.

Si es así, resulta tentador interpretar Casablanca como Eliot reinterpretó Hamlet, cuya fascinación atribuía no al hecho de que fuese una obra lograda, ya que incluso la consideraba una de las menos atinadas de Shakespeare, sino a la imperfección de su composición. Hamlet sería el resultado de una fusión fallida entre varias versiones anteriores de la historia, de modo que la desconcertante ambigüedad del personaje principal se debe a la dificultad del autor para juntar distintos topoi. Hamlet es, sin duda, una obra inquietante, en la que la psicología misma del personaje nos parece inasible. Eliot nos dice que el misterio de Hamlet se aclara si, en lugar de considerar toda la acción del drama como un diseño de Shakespeare, reconocemos en la tragedia una especie de mosaico fallido de materiales trágicos previos.

Se puede ver el rastro de una obra de Thomas Kyd, que conocemos indirectamente por otras fuentes, en la que el único motivo era la venganza; y la demora en la venganza se debía exclusivamente a la dificultad de asesinar a un monarca rodeado de guardias; además, la «locura» de Hamlet era fingida, a fin de eliminar las sospechas. En el drama definitivo de Shakespeare, la demora en la venganza solo se explica por las continuas dudas del personaje y el efecto de la «locura» no es calmar, sino despertar las sospechas del rey. A su vez, el Hamlet de Shakespeare trata del efecto de la culpa de una madre sobre su hijo, pero Shakespeare fue incapaz de fundir este motivo con la materia del viejo drama y la alteración no es suficientemente completa para ser convincente. En varios aspectos es una obra enigmática e inquietante como ninguna otra. Shakespeare nos ha dejado escenas superfluas e incongruentes, que incluso una revisión precipitada habría debido percibir. Hay, además, escenas inexplicables que derivarían de una reelaboración del drama original de Kyd tal vez por obra de Chapman. En conclusión, Hamlet es una estratificación de motivos que se fundieron, y representa los esfuerzos de diferentes autores que metían la mano en la obra de sus predecesores.

De modo que, lejos de ser la obra maestra de Shakespeare, el drama es un fracaso artístico. «Tanto la ejecución de la obra como el proceso intelectual son inestables. Y probablemente para la mayoría Hamlet es una obra de arte porque resulta interesante, y no resulta interesante porque es una obra de arte. Es la Mona Lisa de la literatura.»

En menor escala, lo mismo ha sucedido con Casablanca.

Puestos a inventar una trama improvisada, los autores introdujeron en ella todo tipo de elementos tomados del repertorio de lo ya experimentado. Cuando la elección de lo ya experimentado es limitada, el resultado es simplemente kitsch; pero cuando se pone absolutamente todo lo ya experimentado, el resultado es una arquitectura como la Sagrada Familia de Gaudí: el mismo vértigo, el mismo genio.

Casablanca es una película de culto precisamente porque en ella están presentes todos los arquetipos, porque cada actor replica un papel representado en otras ocasiones y porque los seres humanos no viven una vida «real», sino una vida representada de forma estereotipada en películas anteriores. Peter Lorre se arrastra tras los recuerdos de Fritz Lang; el oficial alemán representado por Conrad Veidt desprende un sutil aroma a El gabinete del doctor Caligari. Casablanca lleva la sensación del déjà vu a tal punto que el espectador introduce en el film incluso elementos que aparecen en películas posteriores. Solo a partir de Tener y no tener Bogart adopta el papel del héroe hemingwayano, pero en Casablanca atrae «ya» sobre sí las connotaciones hemingwayanas por el simple hecho de que Rick ha combatido en España.

En Casablanca se despliegan las Potencias de la Narratividad en estado puro, sin que intervenga el arte para disciplinarlas. Y de este modo podemos aceptar que los personajes cambien de humor, de moralidad, de psicología de un momento a otro, que los conspiradores tosan para interrumpir la conversación cuando se aproxima un espía, que las mujeres de vida alegre lloren escuchando La Marsellesa…

Cuando todos los arquetipos irrumpen sin ningún pudor, se alcanzan profundidades homéricas. Dos clichés hacen reír. Cien clichés conmueven. Porque percibimos vagamente que los clichés están hablando entre sí y celebran una fiesta de reencuentro. Del mismo modo que el colmo del dolor se acerca a la voluptuosidad, y el colmo de la perversión roza la energía mística, así también el colmo de la banalidad deja entrever una sospecha de Sublime.

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